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Historia de la artesanía swiss made
La industria relojera ha vuelto a recuperar un nuevo esplendor tras haber sufrido graves crisis. Desde hace años es uno de los sectores industriales de mayor éxito en Suiza. Crónica del mito y el márketing de la relojería.
Suiza y sus relojeros – con este tema se llenarían bibliotecas enteras. Famosos son inventores y técnicos como Abraham Louis Breguet, que ideó en el siglo XVIII el famoso tourbillon, o Adrien Philippe, que en 1842 inventó la corona para dar cuerda al reloj. Pero también hay otros talentos que eligieron caminos diferentes. Por ejemplo Charles-Édouard Jeanneret, hijo de un esmaltador de esferas de La Chaux-de-Fonds, que aprendió a cincelar cajas de reloj, se dedicó desde 1905 a las artes plásticas y se fue a París. Con el nombre de Le Corbusier hizo carrera a nivel internacional.
Naturalmente, la relojería no era una labor artesanal originalmente suiza; fueron los exiliados hugonotes de Francia quienes la llevaron a la calvinista ciudad de Ginebra. Se sabe incluso cuándo: en 1587 el Consejo Municipal concedió gratuitamente la nacionalidad suiza al francés Charles Cusin – con la única condición de que enseñara su oficio a los orfebres locales. Por su habilidad, incluso el duque de Navarra, quien más tarde fuera el rey francés Enrique IV, solicitó sus servicios. Pronto, el gran maestro desapareció de Ginebra – y la ciudad perdió un cuantioso importe adelantado por el Gobierno, pero la relojería siguió floreciendo. Cien años después, la ciudad contaba con cien maestros que empleaban a trescientos aprendices.
Cada productor tenía un secreto
Cada productor guardaba celosamente desde el principio su propio pequeño secreto de fabricación y su mito histórico. Ya en el siglo XVIII los cronistas no hablaban de artesanos sino de artistas. Uno de estos artistas, autodidacta, fue el fundador de la industria relojera de Neuchatel. Se llamaba Daniel Jeanrichard y se crió en una aldea llamada Les Bressels, cerca de Le Locle. El padre de Jeanrichard era probablemente herrero, y parece que el hijo hizo un aprendizaje de orfebre; pero en las fuentes de que se dispone no se especifica dónde lo hizo y qué quería hacer con dicho aprendizaje en un pueblucho como Les Bressels.
De todas formas, en 1679 un chalán llamado Peter, que había viajado mucho, se hospedó en la herrería de Les Bressels; llevaba un reloj de bolsillo de Londres que se había estropeado por el camino. Cuando el chalán vio en la herrería algunos trabajos del joven aprendiz Daniel le dio a éste el reloj y el joven logró efectivamente repararlo. Más aún: ese chico de 14 años se propuso fabricar él mismo un reloj similar.
Obras de arte como esta eran hasta entonces “totalmente desconocidas” en las montañas de Neuchatel, escribe el historiador Frédéric-Samuel Ostervald, que en 1765 publicó un libro sobre el Principado de Neuchatel, entonces perteneciente a Prusia. Daniel Jeanrichard trabajó un año entero en la fabricación de los instrumentos de precisión necesarios, y posteriormente de los resortes y las cuerdas, la cubeta, las roscas y el volante. En los seis meses siguientes ensambló el reloj, el primero fabricado en el Principado de Neuchatel.
Bajos costos de producción
Ostervald asegura que todos los datos son “totalmente ciertos” y corroborados por “varios artistas”. Y, efectivamente, junto a algunos relojes algo desproporcionados con el cuño de JeanRichard se conserva uno de sus cuadernos de diseño, y también su nombre está documentado en Le Locle desde 1712. Según las fuentes disponibles, empezó a fabricar más relojes y a contratar a oficiales-aprendices de la parte baja de la región. También a sus hermanos y después a sus hijos les enseñó este arte. Al parecer, Jeanrichard – su estatua adorna hoy el centro de Le Locle – fabricó incluso un aparato para elaborar ruedas dentadas inventándolo o, más probablemente, copiando a un competidor ginebrino.
Lo que es seguro es que la relojería de aquellos tiempos era mucho más asequible en los pueblos que en Ginebra, también porque en éstos no había ningún tipo de leyes gremiales que obstaculizaran su producción. En 1765, cuando se publicó el libro de Ostervald, se exportaban ya 15.000 relojes dorados y plateados procedentes de los altos valles de Neuchatel. Treinta años después eran ya 40.000 relojes de bolsillo, y además, como escribe Ostervald, una “gran cantidad de péndulos sencillos y montados”. Los pueblos de La Chaux-de-Fonds y Le Locle crecieron hasta convertirse en pequeñas ciudades con más de 5000 habitantes cada una, y se calcula que unas 12.000 personas vivían entonces de la relojería en aquella región.
Aún funcionaba todo por el sistema de almacenamiento. No existía ningún taller central; la producción se dividía en pequeños procesos de trabajo y era remitida por el ensamblador a especialistas que solían trabajar en su casa, en un patio o en talleres de pequeñas ciudades, a destajo y cuando se les necesitaba, con el material que les daba el empresario. Sólo al final se montaban las distintas piezas en las naves del ensamblador, para fabricar el reloj.
Un especialista para cada proceso de trabajo
Es un oficio de gente desunida y solitaria que trabaja en silencio. A él se dedican artistas en los valles alrededor de La Chaux-de-Fonds y pronto también más al sur, en la Vallée de Joux y en el Jura bernés. Casi no hablan durante el trabajo, respiran con precaución, están sentados con una gran disciplina en taburetes de madera graduables junto a un gran ventanal, el más mínimo temblor podría comprometer su trabajo. Y pese a la gran rutina sigue siendo una actividad que forma el pensamiento. Pronto se empezó a considerar a los relojeros los aristócratas de la clase trabajadora, al menos ellos se consideraban así. Y cada vez había más: entre 1830 y 1850 la producción se multiplicó por diez. Se organizaron políticamente, eran de izquierda, pero no marxistas sino libertarios. Formaban parte de los fundadores de la Internacional Antiautoritaria, un movimiento anarquista, que celebró su primer congreso en 1873 en el pueblo de Saint-Imier en el Jura bernés. Luchaban por las libertades individuales y se negaban a aceptar cualquier tipo de tutela. Y mientras producían mejor y más barato que todos los demás tampoco temían a la mecanización que ya existente en EE.UU. que, para empezar, había paralizado a la poderosa competencia inglesa.
La competencia estadounidense
El 10 de mayo de 1876 se inauguró la Exposición Universal de Filadelfia, donde se presentó una exposición de movimientos de la industria americana. Los delegados de los cantones donde había industria relojera regresaron atónitos y fascinados. Desde Saint-Imier, Jacques David escribe en un informe que durante su viaje visitó también las fábricas de Waltham Watch, Elgin Watch y Springfield Watch, y opina que hay que reconocer que la industria suiza ha dejado que la superen. Trae relojes americanos para enseñárselos a los industriales suizos. Y opina que esos relojes no sólo son más baratos sino al menos tan buenos como los propios.
Los grandes talleres de Waltham, en Massachusetts, y en otros lugares de EE.UU. ya no funcionan según el sistema preindustrial del ensamblaje, sino como modernas naves de producción en las que muchos cientos de trabajadores montan relojes a partir de piezas individuales estandarizadas, con ayuda de maquinaria especializada. David, que trabaja como ingeniero en el taller de relojería de Longines, reivindica que también en Suiza se construyan urgentemente fábricas semejantes. “Si no se construyen aquí, las construirán en EE.UU., y dentro de pocos años no nos quedará nada, porque los americanos ya están vendiendo sus relojes en nuestros mercados, en Rusia, Inglaterra, Sudamérica, Australia y Japón”, escribe en su informe.
La primera crisis
David tenía razón. A partir de 1870, la industria relojera suiza entra en una profunda crisis – la primera de tres grandes crisis que cada vez la conducen al borde del colapso. Antes, los suizos conquistaban un mercado tras otro, ya fuera Rusia, donde Heinrich Moser de Schaffhausen, monopoliza el comercio en 1848; en China, donde Bovet, del Val de Travers, domina el sur, y Vacheron Constantin, de Ginebra, el norte, o en el Japón, donde los de Neuchatel se han establecido tras la apertura del país – pero desde ese momento la marcha triunfal va tocando a su fin. Todavía en 1870 las tres cuartas partes de los relojes vendidos en el mundo entero proceden de Suiza. No obstante, en los siguientes años, marcas estadounidenses baratas y productos alemanes fabricados industrialmente van pronto desbancando a los relojes suizos incluso en el mercado nacional.
Pero los suizos lograron instaurar de manera sorprendentemente rápida su propia producción en serie. Las fábricas ya no estaban en las alturas jurasianas mal comunicadas, sino en el cruce del Jura con la meseta. Los nuevos relojeros tampoco eran ya los “artistas” de antaño, si bien seguía habiendo relojeros así, en las montañas, pero sus productos se consideraban caros y lujosos. En las fábricas también se empleaba a trabajadores no cualificados. En Bienne y Grenchen, dos nuevos centros del sector, nacía un clásico proletariado industrial. Los trabajadores se organizaban y elegían Gobiernos municipales de izquierda. Casi cada semana había conflictos laborales en alguna parte, en los que se solía luchar por los salarios. De 1882 a 1911 el número de fábricas se multiplicó por diez, y además de relojes de bolsillo se fabricaban por primera vez relojes de pulsera – la empresa Girard-Perregaux en La Chaux-de-Fonds fue una de las pioneras. La relojería entraba en la modernidad.
Competencia japonesa
Sin embargo, justo después de la Primera Guerra Mundial se produce la segunda crisis existencial. Las ventas a Alemania y los países del antiguo Imperio Austrohúngaro agonizan, ya no se exporta a la nueva Unión Soviética. En el este de Asia y en Latinoamérica, los primeros relojes japoneses se disputan la clientela; numerosos países, como España, introducen elevados aranceles. Para Suiza el principal cliente en esa época es EE.UU. pero allí se sigue luchando con la más feroz competencia local. En la primavera de 1921 las exportaciones se han reducido a la mitad frente a las de antes de la guerra, y la cifra de relojeros desempleados ha pasado de 0 a 25.000. Los precios se derrumban, se va extendiendo la recesión, que asimismo engloba la industria textil y de maquinaria y prosigue – con interrupciones coyunturales – hasta los años treinta.
El segmento superior de artículos de lujo apenas se ve afectado. Por ejemplo Rolex, originalmente fundada en Londres por un bávaro como empresa de importación de relojes suizos, goza de un éxito espectacular: en 1926 lanzan un reloj impermeable llamado Oyster – un clásico hasta hoy. También LeCoultre en la Vallée de Joux triunfa en el ramo: en 1929 esta empresa presenta el reloj más pequeño del mundo, con un peso inferior a un gramo, y en 1931 el legendario reloj deportivo Reverso, cuya caja se puede girar hacia adentro mediante una pequeña maniobra con la parte superior de cristal para protegerlo.
En ese momento se requiere en todas partes que los fabricantes de productos baratos “cambien de estrategia”. Hay que llenar las naves vacías de las fábricas con una industria más resistente a las crisis. Así, el Gobierno municipal de izquierda de la ciudad de Bienne financia a principios de los años treinta el establecimiento de una fábrica de automóviles del consorcio estadounidense General Motors, para dar empleo a los trabajadores.
Paralelamente, con la Société Suisse pour l’Industrie Horlogère (SSIH) y la Allgemeine Schweizerischen Uhrenindustrie AG (ASUAG) se establecen dos grandes sociedades apoyadas por el Consejo Federal de Suiza, que aúnan diversas empresas o a las que obligan contractualmente a colaborar. Desde 1941 tienen el monopolio, en todo el país, de la fabricación de mecanismos para relojes, pero la producción de las diversas marcas se sigue haciendo por separado unas de otras. Con un “estatuto relojero” el ramo se organiza como un cártel, los precios mínimos adquieren fuerza legislativa y se quiere asegurar la supervivencia de las pequeñas empresas.
Es sobre todo el Estado el que interviene esta vez, regulando la importación y la exportación, la fundación o ampliación de fábricas de relojes hasta bien entrada la posguerra, obligando a que dispongan de un permiso, reforzando así las estructuras descentralizadas. Cuando en la Segunda Guerra Mundial y por la subsiguiente división de Europa desaparece más competencia extranjera, la situación favorece a Suiza e impulsa el auge.
La siguiente gran crisis no tarda en llegar. En los años 70 del siglo XX la historia parece repetirse. Una vez más parece que los suizos han perdido el tren del desarrollo técnico, la competencia no sólo vuelve a ser más barata sino además mejor. Esta vez la recesión – reforzada por la crisis del crudo – dura más de quince años dramáticos. Desaparecen del mercado la mitad de las empresas y se pierde más de la mitad de todos los puestos de trabajo.
En la era de oro de la alta coyuntura tras la guerra todavía se pagaban regularmente dividendos de dos dígitos sobre el capital social. Las exportaciones aumentaron de 25 millones de relojes en 1950 a más de 80 millones a mediados de los años setenta. Y si bien en los años sesenta se derrumbó el cártel de antes de la guerra, con los grandes trusts SSIH y ASUAG se conservó la particularidad helvética: las distintas empresas estaban interconectadas y al mismo tiempo eran mutuamente competidoras.
Escapar de la crisis con cuarzo y lujo
En los años 70 se derrumba el cambio del dólar, aumentan enormemente los precios de las exportaciones pero no los ingresos. Los japoneses y los americanos no sólo fabrican relojes mucho más baratos en fábricas mucho más grandes, sino asimismo con una técnica totalmente nueva: el reloj electrónico con movimiento de cuarzo. Y si bien Suiza dispone del necesario know-how desde los años sesenta, no se ha hecho un seguimiento del mismo.
Pronto la SSIH y la ASUAG rozan la quiebra. Empresas como Omega y Tissot pertenecen a la SSIH. Todos los relojeros excepto unas pocas marcas de lujo compran sus movimientos a la ASUAG. En una aparatosa fusión, ambas grandes empresas en ruina se unen en 1983. Muchos conjeturan que éste es el “último intento” de salvar la industria relojera.
En realidad es justamente ahí donde empieza el último capítulo del éxito de la gran saga relojera suiza. El hombre fuerte de la nueva empresa se llama Nicolas G. Hayek. Este asesor de empresas entiende mucho de racionalización. El cupo del mercado suizo a nivel internacional, argumenta, ha descendido a menos del 10 %, pero sólo en lo referente al número de unidades. Opina, sin embargo, que si se consideran las cifras de ventas, la cuota de Suiza es del 30 %, que en el caso de relojes de lujo asciende incluso al 85 %. La industria relojera, pronostica Hayek, original del Líbano, contra la desesperanza helvética, es “un gigante dormido”.
Hayek persigue una doble estrategia. Por una parte lanza el económico reloj de cuarzo Swatch, compuesto únicamente por 51 piezas y fabricado por robots. Con su diseño pop se convierte en un objeto de culto durante los siguientes decenios. Por otra parte se revive el antiguo mito del reloj suizo de lujo – ya se sabe, el márketing es lo principal – , el mito del artista relojero, como lo formuló tan brillantemente en su día Frédéric-Samuel Ostervald. La fórmula de Hayek, que falleció en 2010 en Bienne, a los 82 años de edad, funcionó a la perfección. También sus hijos y sus nietos, ahora en la cúpula del Grupo Swatch, registran cada año nuevos récords de ventas.
Descripción de Karl Marx
A mediados del siglo XIX, la industria del Jura suizo llama la atención de Karl Marx en la que ve una “infinidad de trabajadores a tiempo parcial” que no encajan en la imagen del moderno proletariado industrial y cuyas profesiones enumera infatigable llenando media página de un libro: desde el “fabricante de movimientos en bruto”, el de espirales de reloj, de esferas, el que perfora piedras y el que hace palancas de rubíes, de manecillas, de cajas de reloj, de tornillos, doradores con muchos subdepartamentos, hasta “pulidores de acero, de ruedas, de tornillos, pintores de cifras, constructores de esferas”. En 1830, para fabricar un reloj se necesitaban 54 distintos procesos de trabajo. En La Chaux-de-Fonds se realizan 67 operaciones distintas, separadas también físicamente unas de otras, repartidas en 1300 talleres y numerosos hogares.
Aprendiz de relojero: Jean-Jacques Rousseau
El más célebre aprendiz suizo de relojero es Jean-Jacques Rousseau, ginebrino, huérfano de madre, al que su padre, arruinado, mandó a hacer un aprendizaje con un grabador. Rousseau terminó su aprendizaje como graveur pour l’horlogerie (relojero-grabador) en 1728, ya que en cuanto pudo dio la espalda a su irascible maestro y a la austera ciudad de Ginebra. En aquella época los relojes eran la fuente principal de ingresos de la Ciudad y República de Ginebra. Isaac Rousseau, el padre, había vivido de 1705 a 1711 en una colonia ginebrina en Constantinopla, como relojero del serrallo. Ya en aquella época se vendían relojes suizos en todo el mundo, tanto en el Bósforo como en Asia Menor, en Rusia o en el Océano Índico – los comerciantes ginebrinos tenían filiales en todas partes. La obra filosófica creada posteriormente y tras muchos rodeos por Jean-Jacques Rousseau, el hijo de un relojero, se considera hoy como el fundamento de la modernidad.
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A good story on business needing to innovate to meet market demands, with a long term perspective over 100's of years.