Tema Clave
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En su villa de Clarens, a orillas del lago Lemán, Franz Weber, personalidad destacada y atípica de Suiza, reflexiona sobre su vida, dedicada a “la belleza y al bienestar de la naturaleza, los hombres y los animales”.
Franz Weber forma parte del paisaje suizo desde hace medio siglo. Las crías de foca y sus réplicas en lana sintética en forma de peluches en miniatura (una idea de Judith Weber, la mujer de Franz), forman parte de la memoria de los niños de la Generación X. Ellos, y sus padres, recuerdan las imágenes de TV de Brigitte Bardot abrazando a una cría de foca en la banquisa. Era el año 1977.
En el hotel de Giessbach, en las orillas escarpadas del lago de Brienz, agradecen a Franz Weber haber actuado para protegerlo. El lago cristalino. Los barcos Belle Époque. El trenecito que sube hasta el hotel. Esa es la Suiza que ha hecho vibrar siempre al ilustre basiliense y que los suizos se alegran de encontrar “intacta”. En Valais, la sombra de Weber planea sobre los pueblos. Los urbanitas que recorren esas tierras sienten empatía y admiración por ese hombre a quien vertieron estiércol líquido en el valle de Anniviers, cuando estaba en campaña para proteger este espacio de los promotores inmobiliarios. “Prefiero el estiércol al cemento”, comenta este suceso. Más tarde, los naturales de Anniviers le agradecieron su acción, según narra René Langel en una biografía publicada en 2004*. ¿Harán otro tanto los de Valais por haber convencido a los suizos para que se impongan límites a la construcción de residencias secundarias en sus valles en 2012? El tiempo lo dirá.
Ir al encuentro de Franz Weber en su preciosa casa de Clarens, situada a dos pasos del lago Lemán, es como ir a saludar a un héroe, un mito. “Señor Weber, ¿es usted un héroe?”, preguntamos a este señor de 87 años que nos ha recibido en un pequeño comedor, silencioso, de paredes adornadas con grabados. “No me considero ningún héroe. Todos podemos ser héroes en un momento dado”, dice con una sonrisa algo lejana el fundador de Helvetia Nostra, cuyo último combate, una tercera votación para bloquear la construcción en las colinas de Lavaux, ha sido un fracaso. La aceptación por el soberano de un contraproyecto permite relativizar este fracaso, “... pero ese texto, pese a ser un compromiso, sigue conllevando algunos riesgos, ya que produce la ilusión de ofrecer una buena protección”, considera Judith Weber. Judith Weber es una mujer delicada y encantadora que escoge con mucho cuidado las palabras que emplea para describir a Franz como a un hombre solitario y testarudo. “Se comporta como un autócrata, pero en el buen sentido”, afirma con una sonrisa. “Franz no vale para rodearse de mucha gente para trabajar. Dice que hay que ir haciendo las cosas y que es la gente la que debe decidir si se implican o no”. No siempre ha estado de acuerdo con su marido; sin embargo, al final, la obra de su marido, que abarca su propia vida y la de su hija Vera, quien ha tomado el relevo, le produce un profundo orgullo.
Franz Weber, al igual que Winkelried y Guillermo Tell, así como como Christoph Blocher (a quien tiene en buena estima), es una persona que no conoce el miedo y que ignora la vía del medio. “A menudo le han pedido ayuda personas con miedo”, cuenta su mujer. “Pero, cuando él les habla, se puede ver cómo cambian y crecen, como insuflados de valor”. Judith recuerda dos grandes batallas: la defensa del sitio de Delfos contra un proyecto industrial y la campaña para salvar el bosque aluvial de Hainburg en el Danubio, en Austria (en los años ochenta).
Sea en Surlej, Sempach, Lavaux, Crans Montana, Ouchy, el Simmental, el Jura, Ardèche, Provenza, Australia o Togo, Franz Weber siempre ha dicho que no. No a los proyectos inmobiliarios poco razonables y agresivos, no a las autopistas sin limitación, no a proyectos industriales en parajes excepcionales, no a la masacre de los animales, a los hidroaviones, a la vivisección, no incluso a la arbitrariedad, puesto que asumió la defensa de un afroamericano, Carzell Moore, condenado a muerte en Estados Unidos tras un proceso aparentemente mal instruido.
En la cosmogonía de Franz Weber, los malos y los resortes que los mueven están claramente definidos. “El beneficio personal es lo que pervierte las conciencias y lleva a la destrucción de lo que es bello”, apunta. El sistema y los promotores están compinchados y corrompidos por el dinero. ¿Los políticos? Deciden sin contar con el pueblo y hay que impedírselo. La opinión pública debe ser juez contra las mafias y los acuerdos unilaterales.
¿De dónde le viene toda esa rabia? ¿De los sermones de su padre pastor? ¿De su madre, que desapareció brutalmente cuando tenía diez años? Franz Weber no se extiende mucho sobre este tema y no reconoce haber seguido ningún modelo. Para él, el amor a la belleza, a la armonía (entre lo construido y la naturaleza), así como la pasión por la defensa de estos bienes es, sencillamente, innata. “El auténtico bienestar consiste en un paisaje bonito con hombres y animales felices”, resume este ecologista precoz que rechaza cualquier atracción por un dogma político. “Yo alerto a la opinión pública de aquello que corre el riesgo de perderse. Digo a la gente: “Mirad este paisaje, es mil veces más importante que los beneficios que van a obtener unas pocas personas. Y es la mayoría quien decide».
Invitado al Foro Económico Mundial en 1981, Franz Weber manifiesta sus convicciones ante una sala llena de responsables políticos atónitos. Básicamente, habla de la economía de los residuos y de la obsolescencia programada, aborda las economías funcionales (que proponen coches compartidos), denuncia la “agroquímica”, defiende el principio de que “quien contamina paga”. Considera el paisaje en su valor a largo plazo y aborda la cuestión del bienestar de los hombres en su entorno, que es la definición del desarrollo sostenible. Su pensamiento tiene también algo de maltusiano, ya que cree que la principal causa de los problemas de la humanidad es la superpoblación. ¿Está a favor de las iniciativas que pretenden limitar la entrada de extranjeros en Suiza? Podemos suponer que sí.
Su fuerza emana de la alianza entre la emoción y la inteligencia. Se indigna ante lo que ve y, al haber sido periodista, comprende perfectamente el funcionamiento de los medios. “Soy totalmente sincero y desinteresado”, afirma, “y funciono de forma visceral”. Considera la naturaleza, sobre todo la suiza, un elemento sagrado. ¿La Engadina de los años sesenta? El paraíso en la tierra. “Suiza cuenta con innumerables lugares espectaculares”, repite Franz Weber, que se confiesa subyugado por su belleza. ¿A partir de qué momento un paisaje ha llegado a su término? ¿Cómo se mide la belleza? A estas cuestiones, Franz Weber no responde como un teórico. Lo que es bello se impone por sí mismo. Le preguntamos si come carne. “Solo cuando estoy de invitado, en mi casa nunca”.
En la gran casa de Clarens, que logró adquirir gracias a lo que ganó ejerciendo el periodismo en París, como periodista mundano sobre todo, el tiempo parece haberse detenido. Pero Franz Weber asegura que está listo para volver al combate y para “luchar hasta el último aliento”. Le gusta enseñar su biblioteca, aunque toda la casa está llena de libros, nos dice Judith. Encontramos sobre todo obras de Gottfried Keller, Sartre, Goethe, Nietzsche, el cual meditaba sobre una roca desde la que se domina el pueblo francés de Surlej. Franz nos enseña también ejemplares de Voix des poètes, revista que dirigió con su compañera de entonces, la parisina Simone Chevallier. Picasso, Salvador Dalí, Somerset Maugham, Jean Cocteau, Françoise Sagan, Georges Simenon, Georges Pompidou, Brigitte Bardot, Mélina Mercouri, Grace Kelly, Yves Montand, Jacques Brel, etc., etc.: este hombre es un listín abierto de todo tipo de personalidades. “Pero, con el tiempo, te sientes un poco por encima del mundanal ruido”, dice con una sonrisa tímida, y pide ayuda a su mujer para que le ayude a hilvanar, con datos y hechos, algunos retazos de esa vida novelesca. A pesar de su edad, Franz Weber no ha perdido nada de su habilidad para jugar con los símbolos. Como esta última primavera en Berna, donde, invitado a reflexionar ante funcionarios de la Oficina Federal del Medio Ambiente, decidió encender una antorcha y ponerla en manos de su director, Bruno Oberle, estupefacto. Rebekka Reichlin, que estuvo presente, no oculta que se emocionó con la intervención y la presencia del viejo león. “Sin Franz Weber”, afirma esta responsable de información, “muchas cosas no habrían sido posibles en Suiza, en especial en lo que respecta a la protección del paisaje”.* René Langel, “Franz Weber – L’homme aux victoires de l’impossible “ ; Favre, 2004.
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