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Ninguna otra corriente artística fue más juguetona ni, al mismo tiempo, más agresiva que el dadaísmo. En respuesta a la Europa fallida y a la Primera Guerra Mundial, varios artistas se reunieron en Zúrich en torno a un cabaré y desde allí conquistaron el mundo. Este año, el movimiento dadaísta celebra su primer centenario.
Los tambores producen un ruido ensordecedor. Es casi imposible comprender las poesías que se leen en los intermedios. Luego sube al escenario una orquesta de balalaica rusa. En las paredes cuelgan gráficos de Picasso y carteles de los futuristas. Al piano se toca música de Debussy y Brahms. De pronto un grupo de bailarines se apodera del escenario. El público vocifera. Los estudiantes, los noctámbulos y los dandies quieren beber cerveza y ver piernas femeninas. Cuando el ambiente amenaza con enardecerse, una cantante joven, pálida como una morfinómana, sube al escenario y empieza a cantar chansons y canciones líricas. Su fragilidad hipnotiza a todos y por un momento se restablece la tranquilidad.
El 5 de febrero de 1916, cuando el Cabaret Voltaire abrió sus puertas, se presentó como una oferta abierta al público, una plataforma para todos y todo. Hugo Ball quería lograr una “convivencia de posibilidades, de individuos, de opiniones”. Escribió en forma programática: “Acogeremos a todos los que quieran aportar algo.” Su pareja, Emmy Hennings, lanzó una petición a un amigo en Múnich: “Si conoces a jóvenes que vengan a Zúrich o ya estén aquí y tengan ganas de participar en este cabaré, dímelo, por favor.” Ambos habían venido a Suiza en el verano de 1915, se mantenían a flote tocando el piano ocho horas al día y con modestos espectáculos de baile en cabarés sin aspiraciones y querían por fin hacer algo que estuviese a la altura de sus ambiciones artísticas.
En la Spiegelgasse del barrio zuriqués Niederdorf había una sala vacía con 50 plazas, parte de la taberna Meierei en la que ya había habido un cabaré poco antes: el cabaré Pantagruel. A Hugo Ball y Emmy Hennings se unieron pronto otros emigrantes: de Berlín llegó el estudiante de Medicina Richard Huelsenbeck; al rumano Tristan Tzara lo había enviado su padre a estudiar en Zúrich; Hans Arp conoció a Sophie Taeuber en la Galería Tanner, uno de los lugares en los que se exponía arte moderno. Al grupo se le unieron además Marcel Janco y el músico suizo Hans Heusser. Walter Serner ya estaba aquí. Todos ellos formaban el núcleo al que se iban uniendo progresivamente otros invitados. De vez en cuando pasaba por allí Picabia, quien a través de sus numerosos viajes se convertiría en un importante difusor de esta nueva corriente.
Excepto los viernes, cada tarde había un programa muy variado. Leían textos de autores tan distintos como Voltaire y Wedekind. El abanico musical abarcaba casi desde la música eclesiástica medieval hasta las disonancias atonales. Tzara, Janco und Huelsenbeck declamaban al mismo tiempo poesías simultáneas, como se las llamaba, que absolutamente nadie comprendía. Había bailes negros y música negra. Un día, Janco pasó por allí con máscaras con las cuales los actores transformaban sus movimientos. En primavera, Hugo Ball subió al escenario con un disfraz cubista de obispo hecho de cartón y declamó una de sus poesías sonoras: “Gadji beri bimbaglandridi lauli lonni cadori”. Cuando Rudolf von Laban abrió una escuela de baile en Zúrich, sus chicas convirtieron la danza expresionista en uno de los principales atractivos de las veladas del Cabaret Voltaire.
La inmediatez, la franqueza de la expresión corporal, la exageración, la búsqueda de lo sencillo y lo genuino estaban presentes en los collages de imágenes de los artistas, en los poemas sonoros de Ball y en las danzas de Mary Wigman, Suzanne Perrottet y Sophie Taeuber. Se trataba de romper con las formas tradicionales y de buscar una nueva gramática. Acerca de la danza de Taeuber, acompañada de la secuencia sonora “Seepferdchen und Flugfische” [“Caballitos de mar y peces voladores”]Ball escribió: “Era una danza llena de puntas y espinas, de centelleantes reflejos de sol y brillo, una danza de punzante nitidez. Las líneas se escinden en su cuerpo. Cada gesto se subdivide cien veces, en forma nítida, clara, aguda.”
En Europa hacía estragos la Primera Guerra Mundial. Mientras en el Cabaret Voltaire los estudiantes y los extranjeros se daban palmaditas en los muslos, en el primer semestre de 1916 un millón de soldados caían en las batallas de Verdún y del Somme, con un gran despliegue de material bélico. Hacía tiempo que se había disipado la euforia con la que habían acogido algunos escritores y artistas el estallido de la guerra. La cultura burguesa no había impedido el horror. Sus valores estaban en quiebra. Lo único que quedaba era el nihilismo. Hugo Ball era un apasionado de Nietzsche, cuyo diagnóstico tomó muy en serio, aunque rechazó su patetismo. Los artistas del Cabaret Voltaire vieron cómo se derrumbaba el viejo mundo y trabajaron con sus escombros. La ironía, la paradoja, el juego con contenidos y formas permitía comprometerse sin desplomarse.
Las tablas del cabaré ofrecían para ello el medio de expresión más adecuado. “Los ideales de educación y arte erigidos en un programa de variedades, ésta es nuestra forma de ser una especie de Cándido contra los tiempos”, escribió Ball. Los dadaístas eran apolíticos, actuaban de manera anárquica y justamente por eso se convirtieron en los más encarnizados opositores de su época. El dadaísmo descubrió el placer del caos y el escándalo y creó a partir de ahí su propio mundo de formas. Sus representantes fragmentaron la lengua en poemas sonoros, la escritura en una mezcla de tipografías, las imágenes en collages y fotomontajes, y la danza en formas rudas.
El concepto de dadaísmo surgió después, cuando el Cabaret Voltaire casi había vuelto a cerrar sus puertas. Tras cinco meses sus actores estaban agotados; Ball y Hennings se retiraron al Tesino. Pero el nombre de dadaísmo se convirtió en una especie de marca. Circulaban muchas leyendas acerca de su nacimiento. La explicación más verosímil es la que dio Hugo Ball, quien apuntó en su diario: “Dada significa en rumano ‘Sí, Sí’, en francés caballito de juguete. Para los alemanes es un símbolo de descabellada ingenuidad y amor por el cochecito de bebé”. Unas semanas después publicó la palabra en la antología “Cabaret Voltaire”: una voz que encerraba la negación radical, sin necesidad de proponer algo nuevo. Es más que dudoso que los dadaístas inventaran esta palabra. En Zúrich había un “jabón de leche y de lirio” que la empresa Bergmann comercializaba bajo el nombre de Dada, lo que correspondía perfectamente a la fascinación que la publicidad y los medios ejercían sobre los dadaístas.
Con el fin de la guerra, el auge del dadaísmo en Zúrich se acabó pronto, aunque hasta 1920 se siguieron organizando veladas, exposiciones y reuniones para tomar el té. El entusiasmo del público alcanzó su apogeo en la octava velada en Kaufleuten, en 1919. Con un millar de asistentes se llenaron las cajas como nunca antes; pero el movimiento se buscó otros lugares: Berlín se convirtió durante unos años en su centro, con feroces sátiras contra el militarismo de la posguerra. En París, André Breton se interesó por el dadaísmo, hasta que se dio cuenta de que este movimiento no le permitía desarrollar directrices para su surrealismo. El dadaísmo se convirtió en un movimiento internacional que Tristan Tzara quiso presentar en su almanaque “Dadaglobe”. Lo que era el dadaísmo fue una vez más puesto de manifiesto por Philippe Soupault en su presentación: su collage “Dada soulève tout” muestra una grúa portuaria que levanta un globo terráqueo, con debajo la leyenda “Give Us the Runway and We will Lift the World”. Con ese título se publicó un año después un ensayo que arremetía contra todo tipo de dogmatismo y todas las posturas artísticas de la modernidad. “Oui = Non” era para los dadaístas la única postura posible.
Imagen Los dadaístas descubrieron el placer del caos y el escándalo y a partir de ahí crearon su propio mundo de formas (Foto: Autorretrato de Raoul Hausmann, collage, 1923) Foto Keystone
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