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  • Sociedad

De héroe a don nadie

15.09.2017 – Marc Lettau

Un trabajador suizo emigra. Lejos de su país se convierte en un héroe. El hijo de un héroe –su hijo– regresa a Suiza, pero no es bien recibido y se convierte en simple obrero. A continuación, una breve historia suiza sobre la emigración y el retorno a casa.

La jornada del 2 de septiembre de 1916 terminaba mal para él. En la zona fronteriza entre Grecia y Bulgaria, en medio de las turbulencias de la Primera Guerra Mundial, el robusto gimnasta suizo escuchaba el estruendo de los cañones y el silbido de las balas. Pero los escuchaba de lejos, porque Louis-Emil Eyer, oriundo de Vevey, único oficial del Real Ejército Búlgaro con pasaporte suizo, no estaba en las trincheras, sino en el hospital militar. No lo había herido ningún proyectil ni ninguna bayoneta. Estaba debilitado por una infección interna de la que no se recuperaría. Rápidamente se erigió un monumento en su honor. Después, otros soldados caídos en combate fueron fotografiados en sus ataúdes abiertos frente al monumento de Eyer, como recuerdo para sus familiares. Con esto se pretendía conferir a su muerte un cierto toque histórico, debido a que Eyer era un héroe que irradiaba un halo de gloria incluso después de su muerte.

¿Quién era Eyer? Se trata de una de esas figuras históricas que Suiza ha echado al olvido. Louis-Emil Eyer (1865–1916) fue obrero en una fundición y un gimnasta apasionado. Vivió en una época en que la gimnasia estaba tan de moda en Suiza que incluso llamó la atención de gobiernos extranjeros. Así fue como el Reino de Bulgaria pidió ayuda a Suiza para que apoyara al nuevo Estado, que se acababa de independizar, enviando profesores de gimnasia. En 1894, diez gimnastas de la Suiza alemana y francesa, entre ellos Eyer, se trasladaron en tren a Bulgaria. En su equipaje llevaban guantes de boxeo, sables, manuales técnicos y balones de cuero para el nuevo juego, cada vez más popular, que habían ideado los ingleses.

Marchando en círculo

El deporte era, en ese tiempo, un instrumento para fortalecer el cuerpo e incentivar la voluntad de defensa del pueblo. También Eyer incorporó en gran medida el aspecto militar: ejercicios de marcha disciplinada en fila, en columna y en círculo. Pero, al mismo tiempo, sus antiguas pasiones contagiaron a su nueva patria, tanto que el estandarte de la federación de gimnasia de la ciudad búlgara de Lom, a orillas del Danubio, incorporaba a un lanzador de piedras del típico deporte suizo conocido como “Steinstossen”.

Al cabo de dos años, cuando venció el contrato de los gimnastas suizos, Eyer decidió quedarse. Recorrió el país sin descanso haciendo sudar a los jóvenes. Participó en la creación de una federación nacional de gimnastas juveniles. En 1900, llevó a cabo en Varna la primera “Fête Fédérale” inspirada en el modelo suizo. En suma, Eyer estimuló el movimiento en masa de gimnastas. Además, tomó las armas varias veces con el fin de defender a su nueva patria.

Sin lugar a duda, Eyer no era partidario de una pedagogía suave. Se presentaba ante la juventud con un azote de mimbre y su fervor por la disciplina le hizo ganar aún más respeto. Sobrevivió a todos los sobresaltos de la historia. Los monárquicos lo alabaron porque acercó al país a los valores occidentales. Después lo alabaron los socialistas por ser uno de los primeros internacionalistas verdaderos que formó a honestos hijos de obreros y campesinos. Pero también para la Bulgaria democrática, tras la caída del comunismo, este suizo sigue siendo una importante figura histórica, porque este descendiente de la nación de gimnastas alpina, conocida por su tendencia a la autodeterminación, es un modelo a seguir.

Retorno a “casa”

El relato bien podría terminar aquí. Sin embargo, la historia de emigración se convierte en una historia de retorno al país. Si bien es cierto que Bulgaria concedió a la viuda de Eyer, Pauline, una generosa pensión, los herederos no tenían perspectivas halagüeñas. El “suizo con corazón búlgaro” –como se titula una película búlgara– había muerto y sus descendientes se sentían muy ligados a Suiza. Sobre todo el hijo de Eyer que había crecido en Bulgaria, Marcel, estaba ansioso por regresar a Suiza. En 1920, cuatro años después de la muerte de su padre que había sido un oficial muy condecorado y un pedagogo deportivo venerado, regresó junto con su madre a “su” país –a un país que no conocía y que no estaba esperando su regreso–.

Con sus entonces 18 años de edad, pensaba que la única dificultad que tendría sería escoger la mejor oportunidad de las muchas que se le ofrecerían en Suiza. Pero mientras que la historia del padre y gimnasta Louis-Emil es representativa de la ola de emigración del siglo XIX, la historia del hijo, Marcel, ilustra el reservado trato que brindaba Suiza a los suizos en el extranjero: este inmigrante francófono que regresaba a su país no se consideraba suizo. Las cartas que el joven, que soñaba con tener estudios universitarios, envió al gobierno del cantón de Vaud pidiendo apoyo no tuvieron éxito. En opinión de las autoridades de la época, no había ningún motivo para ayudarlo a integrarse en la vida cotidiana suiza. El hijo del héroe, que todavía tenía en la nariz el olor de las botas de oficial acabadas de lustrar, regresó al polvoriento mundo de las fábricas del que en su momento había escapado su padre. Era de hecho un refugiado y vivía en las instalaciones destartaladas de una antigua fábrica de cigarros en Vevey. Durante años vivió en permanente conflicto entre su autoimagen (hijo de un héroe suizo) y la imagen que tenía de él su entorno (un migrante búlgaro por motivos económicos). En su modesta vivienda de la fábrica erigió un altar a su propia historia: un acicalado museo personal con un retrato al óleo del héroe, el sable de oficial del soldado caído y sus condecoraciones. Eran sus “pruebas” de lo mucho que Suiza ignoraba la “verdadera historia”.

Para los hijos del desventurado, es decir, los nietos del héroe, el predominio de la historia se volvió una carga cada vez más insoportable y una alienación permanente. El hijo de Marcel Eyer, Louis Kosta, recapitula: “La veneración que mi padre le tenía a mi abuelo era algo espantoso. Además, mi padre sólo lo conocía de lejos”. Y es que el principal gimnasta de Bulgaria siempre estaba de viaje. Su misión no lo dejaba descansar. Para su familia fue siempre alguien ausente.

Finalmente, los nietos añadieron a esta historia un pequeño capítulo sobre la emancipación de un “exceso de historia”: entregaron los objetos del recuerdo al gobierno búlgaro. Como lo refiere Louis Kosta Eyer, “la ‘gran’ historia de Louis-Emil empezó en Bulgaria y terminó en Bulgaria”. La única conclusión que puede sacarse es que de nada sirve apropiarse de los logros de los antepasados: “Yo leo la historia de Louis-Emil de la misma manera que leo en los libros las vidas de otros personajes históricos, a saber, con interés, pero siendo consciente de que es la historia de otros y no la mía. Cada uno es responsable de su propia historia”. No obstante, al mirar hacia atrás, el nieto concluye con un pensamiento positivo: “Europa está experimentando actualmente un recrudecimiento del sentimiento nacionalista. Hoy en día, cada vez más gente percibe el mundo desde su perspectiva nacional. Louis-Emil nos recuerda al menos una Europa más abierta y permeable que la actual.”

En busca de pistas

Durante dos años, Marc Lettau, redactor de Panorama Suizo, estuvo buscando pistas junto con dos historiadores búlgaros. El fruto de sus pesquisas, el libro “Die drei Leben des Louis Eyer” (Las tres vidas de Louis Eyer) (ISBN 978-619-01-0041-6) está disponible en alemán y búlgaro. De venta en librerías. También puede solicitarse en Variant 5: e-mail | website

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