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En 2003, la película “Lost in Translation” [“Perdidos en Tokio”] evocaba la soledad y la falta de comunicación en el extranjero. Al igual que esta película, la novela de Elisa Shua Dusapin “Les billes du Pachinko” [“Las bolas del pachinko”] transcurre en Tokio. La narradora, Claire, de 30 años, visita desde Suiza a sus abuelos coreanos establecidos en la capital nipona, con la intención de acompañarlos en un viaje a su antigua patria. Pero para la joven, este encuentro familiar es motivo de angustia: mientras que ella domina la lengua y los códigos culturales japoneses, los abuelos insisten en hablar coreano, una lengua que Claire ha olvidado en Suiza. En tales condiciones, los diálogos se reducen a simples palabras, “gestos y muecas”.
Los juegos, como el Monopoly en su versión suiza, ayudan a salvar la brecha. La abuela, que empieza a tener síntomas de demencia, se rodea de figuritas de Playmobil, mientras que el abuelo atiende su pequeño salón de pachinko, que ha visto días mejores. Claire también debe “ir a jugar” con Mieko, una niña de diez años a la que imparte clases particulares de francés. Al menos ellas dos logran superar, aunque sea tímidamente, la distancia cultural que las separa e intercambiar sus anhelos.
“Les billes du Pachinko” es una obra que destila fragilidad, pero también calma y belleza. El juego que da nombre a esta novela refleja una precaria situación emocional. Porque el pachinko es un juego a la vez colectivo y solitario, como lo describió el filósofo francés Roland Barthes. Amontonados unos al lado de otros y sin prestarse la más mínima atención, los jugadores permanecen sentados ante sus máquinas. Insertan bolas y anhelan una felicidad que nunca llegará a satisfacerlos. En este juego no se gana dinero, sino objetos patéticos, tales como ositos de peluche o un paquete de chicles, a modo de premio.
Con muy pocos recursos, Elisa Shua Dusapin logra generar un ambiente delicado y melancólico. El verano es bochornoso y cálido; la ciudad, ruidosa y ajetreada; las diversiones parecen tan artificiales como un desfile de personajes de cuentos en Disneylandia. Claire no se siente infeliz, porque en casa le espera Mathieu. Pero en el espacio de tránsito entre las lenguas y las generaciones, entre la patria y el extranjero, se siente extrañamente desanimada y abatida. Al final, el viaje con los abuelos no llega a concretarse, ya que estos no quieren volver a una Corea que ya les resulta totalmente ajena. La única patria que les queda es su lengua, en un país que no es el suyo. Así que Claire sube al ferri sola, mientras reverbera un “eco de lenguas entremezcladas”.
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