Economía
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La creación de los chocolates Camille Bloch, en Courtelary, Jura bernés, comienza en un modesto almacén de pequeño tamaño. El núcleo del producto se encuentra en sacos una vez y media más altos que el almacén, rellenos de una tonelada de granos de cacao que suele llegar del centro de Ghana a través del puerto de Ámsterdam.
Junto a estos “big bags” dominan paletas enteras de avellanas turcas, una mercancía frágil, dado que los avellanos en flor de Trabzon sufrieron una helada en la primavera de 2014, lo que duplicará los precios de la cosecha de este año. Un poco más lejos, cartones de almendras importadas de California se apilan unos sobre otros. Estas son las materias primas de Camille Bloch, que instaló su maquinaria en el pequeño valle de Saint-Imier hace ahora 86 años.
En la primera nave de producción, máquinas con nombres alemanes, algunas de ellas antiguas pero todavía rutilantes, trabajan incesantemente. Aquí es donde se hace el molido y el tueste de los granos, de las avellanas y de las almendras. Todo el conjunto desprende olores dulces y a tostado. La mirada se pierde a través de grandes ventanales que dan a pastizales. Los campos se extienden hasta el margen del bosque, al borde del pequeño valle de Saint-Imier, y la sensación de aislamiento es real, aunque sólo estamos a 20 minutos en tren de Bienne.
A continuación, las materias primas de los Ragusa y los Torino discurren por tubos en dirección al edificio central de la fábrica. Allí se elimina la humedad del cacao, que cae como nieve al suelo en grandes pilas calentadoras, donde se transforma en pasta. Tras pasar por las “cocinas”, un piso más arriba, la masa vuelve a salir con manteca de cacao y leche en polvo incorporadas. Grandes mezcladores – las llamadas conchas – mezclan esta pasta para transformarla en pralinés con almendras o avellanas. “Los chocolates rellenos son nuestra especialidad”, resume Regula Gerber, la portavoz.
En este piso reina un calor tropical y el ruido cubre las voces. A lo largo de la cadena de las marcas Torino, ejércitos de “salchichas” de chocolate relleno de almendras y avellanas avanzan en rangos de 20 líneas de anchura. Al pasar por las bobinas de chocolate, el fondo de los pralinés se tapiza de chocolate, antes de ser totalmente recubierto. Después, la cadena pasa al trabajo en frío para solidificar las unidades antes de que los operarios las corten y las pongan en cajas. Con sus cucuruchos de papel en la cabeza, los operarios, técnicos especializados en productos de alimentación, mecánicos, electricistas y ayudantes, conforman un grupo de un centenar de personas que trabajan para fabricar y mantener la maquinaria de la familia Bloch. En el futuro, la mecanización disminuirá la necesidad de personas dedicadas a efectuar gestos repetitivos, precisa la dirección. El trabajo cambiará para consistir en operaciones más complejas. Y es que aunque se trate de chocolate, Camille Bloch es al fin y al cabo una fábrica.
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